Se acaban las miradas hacia afuera.
Se acaban las miradas.
Ojos, dos ojos
cerrados.
Vienen emociones.
Sentados,
ojos, dos ojos
cerrados.
A veces pasa al mediodía,
después de una mañana larga
de noche alargada.
A veces al mediodía pasa,
lejos de la noche
que cansó la mañana.
La noche ya inútil
desde su primera llamada:
“Ana, ven, baja Ana”.
“Vamos, Ana, afuera”.
Entre el café caliente
y el beso borracho,
irrumpe un ascensor:
“Ana, te llaman”.
Vamos a ver lo que pasa
cuando no me quedo en casa.
II.
En un restaurante, mil medias vueltas.
Mil platos brillantes
en frente de mil caras
de plato.
Anoche comimos en platos de madera,
redondos, cuadrados y planos.
Y hoy en el aeropuerto,
un niño se bajó los pantalones,
un señor rió,
mientras la madre se arrodilló.
III.
Pero lo que pasó y quedó,
pasó antes.
Hoy al mediodía
en un asiento de aeropuerto
vino tinto, con olor
a cigarrillo.
IV.
Cuando pasó, no había música
y no había gente;
sólo la falta de vista
de una ventana grande.
“Ana, vete, por favor, te lo pido yo”.
“Vete”.
Ana montada en avión
es Ana montada en sillón—
buscando centro en aeropuerto
en otra llamada de teléfono
que cuelga al dar la hora.
V.
Anoche me dieron un beso.
VI.
Ojos, más ojos
cerrados.
Comí pescado y comí carne.
Tomé aguardiente;
fumé cigarrillos.
Reí.
Me reí de la boca
y reí de mi encaje.
¿Cuánto más pequeño puede llegar a ser
un beso en una pista de baile?
Más pequeño que la boca
de su dueño.
“Ana, lístalo y olvídalo”.
“Acuérdate, Ana, de todos los besos de los que no
te acuerdas”.
VII.
Nos acordamos las dos
anoche
de un paseo a Villa de Leyva,
cuando las profesoras
nos advirtieron negociar cada cosa
en cada tienda.
Y yo, siguiendo las instrucciones
de cerca,
intenté negociar un rollo Kodak,
sin saber
que la memoria bien guardada
siempre
se paga por completo.
VIII.
Yo no me acuerdo de todos
los besos
de los que no
me acuerdo.